exaltó el agrado una extraña gracia.
Sorpresa eterna, a su luz reacia,
como Adán, de aquel árbol, a sus gajos.
Viejas esencias de café y cebada,
disueltas en amargas confidencias,
el santuario y sus gratas coincidencias,
una blanca ilusión acorralada,
que viéndose ya libre, deslumbrada,
derramó sobre el silencio su vida,
cual dulce melodía perfumada.
Y el cielo descendió al fin enseguida,
la piel ya no fue piel sin esas manos,
del amor que le dio forma a esta vida.